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domingo, 8 de junio de 2008

El Samurai Ciego

La suave brisa de primavera acaricia su rostro con el aroma del cerezo en flor y acerca hasta sus oídos el murmullo del arroyo cercano, el trinar de los pequeños pájaros del bosque, el continuo golpeteo del incansable pico del pájaro carpintero contra la madera. Más cerca, los gritos de alegría de los niños de la aldea le recuerdan el inexorable paso del tiempo y de la vida, esa vida que él, lo sabe, está a punto de abandonar, quedamente, como una rojiza hoja se desprende de la rama en otoño.
Sonríe. El calor del sol es agradable, la tibieza calienta su anciano corazón y sus delgados miembros a través del kimono, antaño tan fuertes y ágiles.
Mueve su mano derecha con la certeza de encontrar lo que busca: aunque no la ve, es capaz de sentirla, como si de una extensión de su propio cuerpo se tratara, como si el filo estuviera habitado por un espíritu guerrero que le susurrara a sus oídos. Al rodear la dura funda de su espada con sus nudosos dedos, le llegan a la mente innumerables recuerdos: escenas de duelos y batallas, cruce de espadas en un claro de bosque cubierto de nieve, hermosas damas y amores imposibles. Días de gloria pero también de desesperación y derrota, de interminables huidas a caballo con la certeza de la muerte en los furiosos ojos de sus perseguidores, de travesías solitarias a través de parajes desolados, sin agua, sin sustento, sólo con la compañía de su fiel espada al cinto.


Qué absurdas parecen ahora esas preocupaciones, cuando el paso del tiempo ha borrado de la memoria los nombres de los grandes señores y se ha llevado, como el viento se lleva la arena, la belleza que perdió a tantos hombres.
El día pasa, el ocaso llega y permanece sentado, las rodillas flexionadas al pie de la pétrea escalinata del templo de la colina. Sus ojos vacíos miran hacia el infinito fijos en fantasmas del pasado. Con movimientos lentos, pausados, estudiados, enfunda su espada al cinto y alarga su delgada mano hacia el cayado que reposa a su lado. Apoyándose en él, se levanta con esfuerzo y, valiéndose de la vara como guía de sus lentos y pequeños pasos, reemprende su camino, nadie sabe a dónde, ni siquiera él. Pronto, el anciano samurai ciego sólo es una figura que se confunde en las sombras del bosque nocturno.

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